Carta a Federico
Hace ya ochenta años que quisieron apagar tu voz. Pudieron con tu cuerpo, pero jamás con esa voz que es ya de todos y que, todos los días y especialmente todas las noches que tú tanto amabas, resuena en todos los lugares del mundo con más fuerza que nunca. A ti te arrebataron la vida y al mundo todo lo que habrías podido crear. No perdono ni lo uno ni lo otro. Para vergüenza de este pueblo que tan bien conocías y al que tanto amabas, sigues enterrado en algún paraje desconocido mientras el dictador que propició tu muerte yace en un mausoleo. Así le va a este país, Federico, un país que entierra a sus poetas en cunetas y a sus dictadores en panteones. Tus asesinos ni siquiera han sido juzgados, y
los hijos y los nietos de tus asesinos siguen marcando la vida de este desdichado y cobarde país. No quiero ni imaginar lo que habrías sufrido viendo su derrota y soportando cuarenta años de atroz dictadura. Cuando, releyendo cualquiera de tus versos o viendo esas obras que marcaron para siempre la historia del teatro, pienso en lo que hubieras creado si te hubieran dejado vivir, mi corazón se desgarra de parte a parte con la dura caricia de tu ausencia. Ya no habrá más caballos, más cuchillos, más lunas ni jinetes, callarán para siempre perros y violines… En esa luna negra a la que tanto cantabas brilla hoy el eco de tu ausencia. La muerte, tu eterna compañera, cabalga desbocada por los campos y caminos que recorriste con tu Barraca a cuestas llevando al pueblo lo que es del pueblo, devolviendo al
pueblo lo que es del pueblo… Maldigo el alba del día que nacieron los que te asesinaron y los que hoy te siguen asesinando en esta triste España que vive de lo que niega.
Es eterno y grande mi dolor, Federico, grande por lo que te hicieron, eterno por lo que nos hicieron. Cómo duele ver que la Historia la escriben los asesinos de pueblos y poetas, los ladrones de versos, los amantes de la ignorancia. Cómo duele verlo, Federico, cómo duele. Te imagino rodeado de rosas, de lunas y guitarras, sonriendo como solo tú sabías hacerlo y escribiendo, siempre escribiendo, porque estoy seguro de que, incluso muerto, tú seguiste escribiendo. Llora el silencio que dejaste, los versos callados, las caricias no dadas. Hoy llora el viento, ese viento que, desde lo más hondo, sigue gritando tu nombre. A veces me pregunto qué dirías viendo lo que es hoy esta gris España que galopa desbocada por el camino sin retorno de la abyección y el olvido, qué gritarías viendo el devenir de lo que tú viviste en los libres años de la República, qué no callarías sintiendo como nadie el insoportable peso de la insondable mediocridad que nos gobierna… Prefiero no pensarlo, Federico, ese es mi consuelo. Hoy ya no cantan las espuelas, ni hay lunas negras, a tus bandoleros los exterminaron una banda de verdugos y bufones que, por robar, nos robaron hasta los sueños. Sí, Federico, hoy los ríos ya no corren, los niños no juegan y las mozas ya no ríen. La estulticia y la barbarie campan a sus anchas por este camposanto en el que han convertido lo que, un día ya lejano, fue tu tierra. Hoy ya no sangra el costado de Sierra Morena, es toda España la que sangra. Vuelve, Federico, vuelve, vuelve para traernos los violines, las espuelas y los bandoleros, vuelve para morir siendo amanecer, para morir siendo ayer, vuelve, Federico, vuelve, vuelve por esas alas con las que nos enseñaste a volar…