Eduardo Velasco, el profeta cuerdo
Con una parroquia de San Carlos Borromeo (Entrevías) llena a rebosar, Eduardo Velasco presentó “El profeta loco” en Madrid. Fue una tarde llena de fuerza y pasión en la que, tras colgarse de la cruz, vimos cómo el Cristo de la parroquia se hacía hombre para interpelarnos a tod@s sobre la vigencia de su mensaje. ¿Qué queda de lo que os dije?, ¿Qué habéis hecho con mi mensaje?, ¿Por qué me habéis convertido en el mayor producto de merchandising de la Historia?, ¿Qué es todo ese lujo y riqueza que rodea a los que dicen seguirme?, ¿Qué queda de mis palabras?, ¿En qué me habéis convertido? Nos hizo todas estas preguntas mirándonos fijamente a los ojos, buscando en nuestras almas un resquicio de lo que fue y nunca debería dejar de haber sido. Pocos
lugares como la parroquia de San Carlos Borromeo para recibir y entender la profundidad de esas preguntas. El Cristo de los pobres vive en esa parroquia. El de los oropeles, las procesiones y las parafernalias en muchas de las demás. Ver la cara de la gente, la luz de la mirada de aquellas gentes que llevan toda su vida viviendo el verdadero mensaje de Jesús en las trincheras de la vida cotidiana, en la lucha callejera, oponiéndose a los desahucios, acogiendo a los inmigrantes, apoyando a los presos, ayudando a todo el que lo necesita, es algo difícil de olvidar. Escuchar la potente voz de Eduardo y su profeta loco en aquel entorno es algo que no se me olvidará nunca.
La fuerza del texto, escrito por el propio Eduardo junto con Paco Bernal, es impresionante, y la forma de decirlo de Eduardo es imponente. Su voz le sale de lo más hondo, de las tripas, de la verdad más auténtica de la soledad del hombre que se pregunta ¿Quién soy yo? Es teatro no del bueno, sino del mejor. Es teatro necesario, imprescindible en estos tiempos en los que valores como dignidad, compromiso, lucha o resistencia son más necesarios que nunca. En la voz de Eduardo resuenan los gritos de la calle, de todas las calles, los gritos de los marginados, de los nadies, de los perseguidos, de los ninguneados, de los silenciados, de los encarcelados, de los masacrados…
Todas sus voces están ahí, en la suya, recordándonos que en nuestra mano, y solo en nuestra mano, está el cambiar todo esto, el recuperar la dignidad del ser humano, el vencer al neoliberalismo y sus troikas, al miedo y su poder, a la cobardía cómplice de los que callan y miran a otro lado, a la esclavitud de cadenas invisibles en que hemos dejado que conviertan nuestro mundo. Es un grito necesario, un revolcón para las conciencias adormecidas, una sacudida para las mentes y los corazones narcotizados por la nueva droga que asola nuestra sociedad: el egoísmo.
Y si su voz nos habla desde lo más profundo, desde la verdad más auténtica, el cuerpo de Eduardo lo hace desde la visceralidad más absoluta. En cada movimiento, cada gesto, cada pausa, en cada silencio hay verdad. Viendo moverse a Eduardo estoy viendo moverse a aquel hombre al que clavaron en la cruz por defender a los demás, por defendernos a tod@s. Ni uno solo de sus músculos se mueve sin tener un sentido, una razón para hacerlo. A través de su cuerpo vemos su viaje por este mundo, su profunda amistad con los que le siguieron, el sentido de culpa que tuvo frente a Judas por no haber querido apoyar su iniciativa de lucha violenta, la inmensa ternura de su relación con su madre y el amor sin límite con el que siempre amó a María Magdalena. Y también vemos su infinito sufrimiento camino de la cruz, el helado sentimiento de soledad que le acompañó en sus últimos momentos, la duda, el miedo, la rebeldía que le hicieron ser el ser más humano de la humanidad. Todo está en el cuerpo y los movimientos de ese profeta loco que decidió dar su vida para cambiar el mundo.
A través del monólogo Eduardo nos lleva de la risa al llanto, a la reflexión, a la emoción pura, a lo más hondo de nosotros mismos. Los diálogos que mantiene con su padre no tienen desperdicio, como tampoco lo tienen sus profundas reflexiones como hombre que vive el sinsentido de la eternidad, como ser incomprendido por muchos y utilizado por los más, como ese hombre al que el amor y la compasión le llevaron más allá de todo límite… Y si la música que le acompaña en su peregrinar hasta la cruz ante nuestros ojos refuerza la puesta en escena, la escalofriante saeta que le canta en directo María Magdalena desde el público te pone la piel de gallina. Oír esa voz salida del alma cantándole a un Jesús agazapado e implorante de amor, te cala hasta lo más hondo.
Es necesario que se hagan obras así: inteligentes, provocadoras, interpeladoras sobre el sentido de nuestro paso por el mundo. El teatro, el buen teatro, no se hace para mostrar la realidad, sino para cambiarla. Obras como El profeta loco y trabajos como el de Eduardo Velasco lo hacen. Nadie salió aquella tarde de la parroquia como había entrado. Puede que no tuviésemos respuestas, cada un@ tiene las suyas, pero tod@s salimos de allí modificados, contaminados por un mensaje desgarrador y esperanzador a un tiempo, un mensaje que no tiene nada de trampa ni cartón, sino que es claro, directo y sencillo. El teatro de Eduardo es político, sin duda, pero no panfletario. Nada hay de panfletario ni de demagógico en su planteamiento y en su forma de llevarlo a escena. Todo lo contrario. Es un teatro inteligente que trata al espectador como persona inteligente, que le interpela, que juega con él, que le invita a hacerse preguntas, que le impele a buscar respuestas, sus propias respuestas, esas que tod@s, de una u otra manera, hemos venido a buscar a este mundo…
Tras su presentación en la Borromeo estuvo durante la Semana Santa en la sala Galileo, donde volverá a estar todos los miércoles de Mayo poniendo al público en pie, como hizo en la parroquia y en todas las representaciones de la Galileo. Viendo El profeta loco son muchas las preguntas que han acudido a mi mente, algunas respuestas más o menos claras, y una absolutamente diáfana: que Eduardo Velasco es el profeta más lúcido y cuerdo que he conocido. Gracias, Eduardo, por recordarnos a tod@s que no podemos dejar que maten la cultura y por hacer del teatro lo que es: un acto de resistencia.