Rosas de otoño
Nos traen a este mundo sin que lo hayamos pedido. Al llegar a él muchos recibimos la primera bofetada, la primera de las muchas que vendrán después. Iniciamos nuestro viaje, el viaje de nuestra vida, sin saber que para aprender a volar son muchas las veces que tendremos que caer. La vida, ese futuro del que tanto nos hablan y que nunca llega, está ahí, frente a nosotros, esperándonos. Nos hablan de triunfos y de éxitos, de placeres y de éxtasis, pero nadie nos habla del precio que tendremos que pagar por intentar conseguirlos. Como tampoco nos dicen que nunca los encontraremos en nuestro camino, y así vamos, como con orejeras, transitando por la vida, de promesa en promesa, de desengaño en desengaño. Nos llaman perdedores. Puede que para algunos eso es lo que somos. Pero nosotros sabemos que no. Nosotros sabemos que los verdaderos
perdedores son los que van por el camino que les indicaron, sin apartarse ni un milímetro, esperando ese futuro feliz y maravilloso que jamás llegará porque jamás existió. Se sienten a gusto porque se sienten protegidos. Están en el camino, con eso les basta. Nunca llegarán a saber que ese camino no lleva a ninguna parte. Las heridas de la vida son las que nos hacen replantearnos lo que somos, lo que hacemos, lo que vivimos. De herida en herida y de beso en beso vamos entendiendo que solo existe nuestro aquí y nuestro ahora, y que no hay felicidad más allá de nosotros y de todo lo que nos atrevemos a dar.
Son muchas las películas que han tratado este tema. Una de ellas, Crazy Heart, con un Jeff Bridges inolvidable y antológico, nos habla de la vida de un viejo músico que conoció sus momentos de gloria y se arrastra ahora de garito en garito esperando que vengan tiempos mejores. Su sensibilidad y su talento le auguraban en su juventud, como a tantos, un esplendoroso porvenir. Pero el porvenir que llegó no era ni esplendoroso ni era porvenir. Su vida fue un sempiterno vagabundear en pos de la felicidad de la que le habían hablado. Nadie le enseñó que solo al dar, al darse a los demás, podría encontrarla. Y él vivió su vida, como tantos, encerrado en su mundo, esperando lo que los demás podían hacer por él.
Compuso alguna buena canción, se casó tres o cuatro veces creyendo que ellas eran la que siempre había estado esperando. Puede que lo fueran. Nunca lo sabrá porque nunca se atrevió a amarlas. Y así, de canción en canción y de mujer en mujer, el alcohol se adueñó de su vida. Renunció al viaje de vivir. Lo cambió por la huida. Una a una se fueron cerrando todas las puertas de su vida. Rozando los sesenta, sus heridas, maestras de vida, le enseñaron que no basta con vivir fuera del camino, sino hacerlo con dignidad, la dignidad y el orgullo que sientes cuando, tras caerte una y mil veces, te vuelves a levantar.
Es mucho, todo, lo que el sufrimiento puede enseñarnos. Lo difícil es entender que la sabiduría no está en nuestras heridas, esas que nos lamemos una y mil veces, sino en volvernos a levantar. La vida es generosa para los que están dispuestos a volverlo a intentar, para los que no se quedan anclados en un idealizado pasado que jamás existió o en un dorado futuro que jamás llegará. La vida es generosa para los que tienen el coraje y la valentía de vivirla, de volverse a levantar por dura que haya sido la caída. Y por eso pone en el camino de ese músico una nueva mujer, una mujer capaz de ver en él lo que ni si siquiera él sabía que tenía. No es la historia de una redención ni de una revelación, es una historia tan sencilla como la tuya o la mía, la historia de una persona que es capaz de olvidar el dolor de sus heridas para atreverse a volver a amar. La historia que todos, si tenemos el coraje de hacerlo, podemos vivir, porque nosotros somos nuestras heridas, sí, pero también somos nuestros sueños.
Las heridas son el abono que hace crecer a esa rosa tardía que nace cuando todas las demás se han marchitado, cuando todas las demás han caído. Puede que no sea la más grande ni la más bella, ni a ella ni a nosotros nos importa porque lo que ella nos enseña es que siempre podemos volver a nacer, volver a vivir, y que para hacerlo tan solo tenemos que atrevernos a volver a amar. Es, somos, una rosa en otoño. Y ahí está la belleza, nuestra belleza. Como decía, son muchas las películas que han abordado el tema de la búsqueda, del desencanto, del volverse a levantar, del vivir contra la corriente: El filo de la navaja, Doctor Zhivago, Memorias de África… y tantas y tantas otras. La canción que Bruce Springsteen compuso para una de ellas, The Wrestler, refleja lo que es caerse y volverse a levantar, lo que es darse a los demás, y lo hace desde cada frase, desde cada estrofa, desde ese estribillo en el que dice que siempre que te tengas que ir debes hacerlo teniendo menos de lo que traías al llegar y, sobre todo, habiendo hecho reír, porque no puede haber nada más grande que hacer reír a los que sufren, a los que caen y necesitan esa mano tendida que les ayude a levantar, a los que, como nosotros, buscan su lugar en el mundo, ese lugar donde habitan todos los sueños, donde nacen la belleza y la poesía, ese lugar donde nos habla el silencio, ese lugar que nos recuerda que nunca es tarde…
Decía Picasso que tenemos la edad de la persona a la que amamos. Y es verdad porque dentro de nosotros, en lo más hondo, nunca ha dejado de latir ese corazón loco capaz de enamorarse como a los quince, capaz de sentir como un primer amor el que, probablemente, será el último, capaz de amar con la sabiduría de la madurez y la experiencia de todo lo que aún podemos ser. Hemos recorrido ya la mayor parte de nuestro camino. Miramos atrás y vemos que no era el que otros habían marcado para nosotros. Hemos recorrido uno que no era mejor ni peor que otros, pero era el nuestro. No ha sido un camino fácil o llano, tenía sus cuestas y sus recodos. Pero ha sido
un camino maravilloso en el que hemos visitado paisajes increíbles, lugares que nadie más había pisado antes, ríos y arroyos que nadie antes se había atrevido a cruzar… Y al volver la vista atrás encontramos a todas aquellas personas con las que compartimos una parte del camino, y también a aquellas a las que les invitamos a hacerlo pero no quisieron, o no se atrevieron. Son muchas las cosas que ese camino nos ha enseñado, muchas las que nos ha regalado, tantas las que nos ha entregado… Y viendo el camino
recorrido nos sentimos libres, ligeros, no llevamos equipaje, hace tiempo que lo dejamos atrás, cuando por fin entendimos que todo lo que verdaderamente importa, lo que somos, está en nosotros y en lo que hemos dado a los demás. Y habiendo aprendido que vivir es amar, habiendo entendido al fin que la felicidad solo está en dar, habiendo superado la absurda y tozuda necesidad de querer recibir, habiendo comprendido que lo importante no es no caer sino volverte a levantar, es cuando no podemos evitar reírnos a carcajadas al pensar en la pregunta con la que nos han machacado durante toda la vida para intentar apartarnos de nuestro camino: ¿Quién es el perdedor?