Arthur Miller, una mirada desde el puente
Queridos clandestinos y actores;
Quiero compartir con vosotros un artículo que publiqué en Febrero de 2.005 en Última Hora de Palma de Mallorca. Era mi pequeño homenaje a uno de los más grandes dramaturgos de todos los tiempos que acababa de morir: Arthur Miller. He querido que sea ésta mi primera colaboración escrita en el blog porque la figura de Miller está más actual que nunca y, desde luego, es más necesaria que nunca.
Estos días tenemos a Willy Loman en el Teatro Español en Madrid empujándonos a reflexionar, a dejar de mentirnos a nosotros mismos y a ponernos frente al espejo. Miller creó a Loman para recordarnos que conceptos como seguridad o felicidad no dependen de algo que está fuera de nosotros, que no necesitamos una nómina, una casa en propiedad o la promesa de un futuro mejor para poder alcanzar la felicidad, porque la felicidad está dentro de nosotros, en nuestro aquí y en nuestro ahora. No caigamos en esa absurda trampa de esperar tiempos mejores; de confiar en que alguien nos traiga la felicidad; de que, por fin, venga nuestra buena racha; de planificar ambiciosos futuros que jamás llegarán y que hipotecan nuestro presente impidiéndonos vivirlo; de pasar la vida recordando, como hacía el pobre Loman, lo que ya se fue o soñando con lo que ha de venir; de vivir añorando lo que pudo haber sido y no fue… vivamos y disfrutemos cada segundo de nuestro aquí y nuestro ahora compartiéndolo con los demás, huyendo de las falsas promesas de esos maravillosos futuros que nos venden una y otra vez a cambio de que consumamos cada día más. Hagamos caso a las sabias palabras que alguien me dijo alguna vez: “Todo cuanto retuve lo perdí; sólo me queda lo que dí”…
“Un hombre que, a sus ochenta y nueve años, sigue fiel a sus ideales comprometidos de siempre y que anuncia su intención de casarse con la que ha sido su compañera durante los últimos años de su vida y que es 55 años más joven que él, no muere nunca. Y menos si ese hombre es Arthur Miller, uno de los mejores dramaturgos del siglo XX. Su vida, como sus obras “Todos eran mis hijos”, “Después de la caída”, “La muerte de un viajante”, “El precio”, “Panorama desde el puente” o “Las brujas de Salem”, no son más que la lúcida mirada de un hombre hacia el absurdo de la sociedad en la que le ha tocado vivir. Miller dedicó su vida a las causas perdidas, a mostrarnos la mentira del sueño americano, la sinrazón de una sociedad que se autoproclama libre precisamente porque tiene miedo a la libertad. Ese era Arthur Miller: un ser humano comprometido con su época, un hombre libre que luchó contra todas las guerras, un amante del amor, un devorador de la vida… un escritor que supo reflejar, quizá como ningún otro, la transparente visión que tenía de un mundo en el que los perdedores no tienen cabida, un mundo que margina a los que nada tienen y desprecia a los que no quieren tener. Ese era Arthur Miller: la voz de nuestra conciencia.
Su figura se agiganta ahora que ya no está en su puente, en aquel puente solitario desde el que clavaba sus ojos en nuestra alma, siempre solo, siempre atento, siempre sincero… Miller no subió a aquel puente para distanciarse de nosotros, sino todo lo contrario, para mostrarse a nosotros, para ser nuestro faro en la niebla de la rutina, esa espesa niebla que cada vez nos deja ver menos lo que pasa a nuestro alrededor y que se pega a nosotros como si fuera una costra que nos aísla del mundo en el que vivimos. Su Willy Loman de “La muerte de un viajante” refleja como pocos personajes la perdida mirada del alma humana. Condenado a vivir una vida que no ha elegido, a volver cada noche a casa escondiendo el sin sentido de una vida abocada al fracaso y a salir de nuevo cada mañana a vender mentiras para poder sobrevivir, a soñar en que sus hijos tendrán un mundo mejor, un mundo que les ofrezca el futuro que a él le ha negado. Puede que la muerte sea el espejo de nuestra vida, ese espejo del que siempre apartamos nuestra mirada. Willy Loman sólo se atrevió a mirarse una vez en él, un única vez: la de su suicidio. Lo que Miller nos ha enseñado es que si tenemos la valentía suficiente para mirarnos cada día en ese espejo y no esperar a hacerlo hasta el último de nuestros días, podemos hacer lo que él ha hecho: que nuestra vida sea el espejo de nuestra muerte. Porque Arthur Miller ha tenido el coraje de vivir todos los días de su vida como si fueran el último, devorándolos, amándolos, sintiéndolos… Y eso es lo que nos propone: que tengamos la valentía de comprometernos a vivir.
Interpretar cualquiera de los personajes de Miller es un reto apasionante. Es adentrarnos en lo más profundo de nosotros mismos, atrevernos a buscar en nuestro yo más hondo, tener el valor de preguntarnos ¿para qué estoy aquí?, ¿qué hago yo para cambiar esto?, ¿quién, si no yo, me impide vivir?. Son personajes que hablan en lo que dicen y en lo que callan, en lo que ven y en lo que esconden, y eso es lo que les hace ser tan próximos a nosotros. Cuenta el propio Miller que la noche del estreno de “La muerte de un viajante”, cuando cayó el telón tras la representación, el público se quedó sentado en silencio durante dos o tres minutos. Nadie aplaudía. El silencio era absoluto. Los propios actores salieron al escenario para ver lo que pasaba. Miller, sentado en la última fila, observaba atento la reacción de aquella gente. Nadie se movía. Al fin, todo el mundo se puso a aplaudir a rabiar. Los aplausos se prolongaron más de diez minutos. Fueron muchos los hombres a los que, aquella noche, Miller vio llorar.
A Arthur Miller le alcanzó muy pronto la fama. La gente le paraba por las calles. Todos querían estar a su lado. Consciente de que aquello le apartaba del mundo real, del verdadero contacto con la gente de la que quería escribir, lo dejó todo y se fue a apuntar a una oficina de empleo. Le mandaron a una fábrica de embalajes donde pasaba el día metiendo listones de separación en cajas de cerveza cobrando el salario mínimo.
Arthur Miller ya no escribirá más historias. De su mano no saldrán nuevos Willy Lomans. Pero, cada noche, cuando un actor se suba a un escenario en cualquier parte del mundo para interpretar a uno de sus personajes, volveremos a verle pasear sobre el puente, mirándonos directamente a los ojos. Estará solo. O puede que no, porque, como él decía: “la vida sin mujeres sería muy aburrida”.